Señalé a Sonia el escaño izquierdo de la fuente. Le dije: "En este mismo sitio, hace mucho tiempo, me encontré con Emilio de Santiago. Estaba sentado en el muro, esperando a un amigo que no llegó, aunque la alegría de vernos hizo que se olvidara de la cita. Después acudieron más amigos, de Granada, de Barcelona y de Valencia, y volvimos a encontrarnos muchas veces. La fuente de Saint Michel se convirtió en lugar de reunión para los españoles que ese verano zascandileábamos por París. Yo tenía 17 años".
Yo tenía 17 años y fui a París para saber algo del mundo, fuera de España y mejor lejos de España, tal como era España en tiempos del UHF. Lo primero importante que me sucedió fue aquella coincidencia, la alegría que bendijo el rostro de Emilio en Saint Michel nada más distinguirme entre el gentío que pululaba por el distrito sexto. En atención a mi manera de pensar y mis convicciones de esa época (con mayo del 68 aún caldeando en el imaginario de los estudiantes españoles inquietos), y también en honor a su manera de ver el mundo, Emilio me recibió con un saludo tan cariñoso como propio de él: "¡Lo que faltaba!" -dijo-: "¡Llega el movimiento obrero!".
Ya no tengo 17 años porque tengo todos los 17 años que hagan falta y se me pidan. No he venido a París para ver mundo sino para escribir una novela. Y la primera persona de la que me he acordado ha sido Emilio. El pasado no condiciona nuestro hoy, aunque ejecuta un mandato inevitablemente superior: nos hace en el presente. No puedo llegar a París con la pretensión, tan mundana y tan seria al mismo tiempo, de escribir una novela y no pagar el pequeño tiránico tributo del tiempo que fue y ya no está y sólo vuelve con nosotros: Emilio primero, más tarde la ficción.
Antes de dejar atrás Saint Michel y buscar una boulangerie para la merienda, Sonia dejó cincuenta céntimos a pie de los artistas italianos. Siempre hay que pagar las cosas que son gratis como la vida. Siempre.
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Emilio de Santiago |
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